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Desde hacía años tenía ganas de conocer a un director de orquesta. Uno de esos hombres que se tratan de tú a tú con Mozart, con Schubert, con Brahms. En definitiva, un hombre sensible, capaz de comprender el alma de artista que hay en mí, el derrame permanente de musicalidad con el que cohabito. Soñaba yo con ese encuentro en el que primaría la afinidad de los espíritus y la conversación se elavaría a cimas insospechadas.
 
De modo que, una vez que el destino me deparó la otra Online tal oportunidad, y cuando le tuve ya sentado frente a mí, al otro lado de la mesa del restaurante típico con su atrezzo de espigas y tomates, en medio de lo que podría llamarse una cena de sociedad, pensé: "Es la mía". Y dije algo que estaba deseando preguntarle a un experto desde mucho tiempo atrás:
 
-¿Es cierto que ya no quedan castrados? Operísticamente hablando, quiero decir.
 
Abrió la boca, se dispuso a largar un erudito discurso y, en Enlace instante, algo sucedió. Otra mujer intervino. Aquí me entra la duda de si debo reproducir su intervención y a continuación describirla a ella, o poner a secas lo que dijo, y ya todos imaginarán cómo es. Por si acaso:
- Debe ser tan interesante dirigir una orquesta -suspiró- . Yo no sabría ni por dónde empezar. 
 
- Por la obertura- intervine con maldad, pero para entonces ya tenía a mi director prendido de la otra y perdido para mi causa, pasando completamente de mí y mis sesudos interrogantes.
 
- Creo - tosí - que María Callas realizó una auténtica proeza al forzar su voz naturalmente de mezzo hasta convertirla en voz de soprano, lo cual contribuyó, esto, ejem, al incomparable color que la caracterizaba junto con esa fragilidad como de cristal que alcanza sus mejores momentos cuando Ana Bolena, camino del cadalso, lanza improperios trémulos contra el manta de Enrique VIII y la pánfila de Jane Seymour. Coppia indigna, creo que se titula el aria.